Red y consciencia

Cuenta una antigua fábula oriental la historia de un pueblo de ciegos que recibió la visita de un asombroso y desconocido animal. Cada habitante, dispuesto a conocer a la prodigiosa criatura, se acercó, logró tocar una pequeña parte de ella y luego les contó a los demás lo que había percibido: «El elefante es de duro marfil», dijo uno. «Rugoso y como caracol», afirmó otro. «Unos pelos muy punzantes», añadió un tercero… «Como una larga serpiente», explicó un cuarto… Así, cada uno de ellos describió la fracción del gigantesco animal que pudo percibir.

El propósito de este artículo es aportar imágenes e ideas que puedan resultar inspiradoras en torno al concepto de conciencia y la metáfora de las redes, a fin de resaltar algunos aspectos que mostrarían a la conciencia –tomada aquí como la capacidad de tomar conocimiento de la propia existencia– no sólo ocurriendo en un ente aislado, sino como un fenómeno relacional, capaz de ser expandido. A su vez, la elección de la fábula que encabeza estas líneas intenta destacar cómo las percepciones o conciencias parciales pueden aludir a fracciones de un hecho global que las excede pero a la vez las incluye (el elefante y sus partes).
En una apreciación general, se considera a la conciencia como una experiencia que se produce no en una locación física restringida, sino en los procesos sinápticos de la red neuronal. Allí se sustenta la percepción, a través de nodos que expresan cada uno de ellos un aspecto de lo percibido.


Si la conciencia individual se genera entonces en esta interconectividad de las neuronas, podríamos decir, siguiendo la analogía inicial, que autopercatarse de estar vivo es un fenómeno de encuentros múltiples e intercambio de información, que ocurre a nivel de la corteza cerebral.


Con la intención de agregar más enfoques sobre la disposición en red de este proceso, cito algunos autores que lo abordan. Francisco Varela, neurobiólogo que trabajó con Humberto Maturana en la investigación de las bases biológicas de la conciencia, se refiere al organismo como una trama de identidades sin centro. De algún modo sugiere que el mismo hombre no responde a una identidad esencial y concreta, sino a una red de relaciones, en existencia fluyente y descentralizada.


Roger Bartraantropólogo y sociólogo mexicano, sostiene que «los neurobiólogos están buscando desesperadamente en la estructura funcional del cerebro humano algo, la conciencia, que podría encontrarse en otra parte», y aclara que usa el término «conciencia» para referirse a la autoconciencia o conciencia de ser consciente. En su libro Antropología del cerebro: la conciencia y los sistemas simbólicos, propone una asombrosa hipótesis: la existencia de una exofunción de la mente, un cuarto cerebro al que llama prótesis cultural. Considera que una porción de ese contorno externo «funciona» como si fuese parte de los circuitos neuronales, y le atribuye a este apéndice la capacidad de almacenar, intercambiar y actualizar información, más allá de la mente como «computador individual». Así, construye sobre el modelo tradicional del desarrollo cerebral humano en tres etapas, que rememoran a su vez la propia evolución de la especie (modo reptílico, paleomamífero y neocórtex), un ulterior paso evolutivo o cuarto cerebro.


Algunas perspectivas complementarias del tema de los límites y la disposición en red de la conciencia podríamos tomarlas de la visión fenomenológica de Edmund Husserl, quien sostiene que la estructura fundamental de la conciencia es la intencionalidad, ya que la propiedad de todo acto de conciencia es estar referido a algo: a un objeto o al mundo entero. De manera que percibe a la conciencia siempre en relación con algo de lo que ella toma conocimiento, sin existir aparte en forma fija, sino viviendo en flujo constante.


Desde esa mirada, podemos pensar a la autoconciencia de la identidad, definida en la interacción con lo otro, de modo que no encontramos a un sujeto inmutable, sino a un ser distinto cada vez,  allí, en cada encuentro, en red con una multiplicidad de sistemas.


Otros enfoques provenientes del ámbito de la psicología nos aportan más formas de pensar el fenómeno. A fines del siglo XIX, William James, psicólogo y filósofo norteamericano, describió la conciencia como un torrente: un flujo de conocimiento en permanente cambio. James creía que la conciencia normal, a la que llamamos conciencia racional, tan sólo es un tipo especial de conciencia: «Sólo somos conscientes de una pequeña parte de la realidad (tanto interna como externa) y además la conciencia no constituye un proceso de ‘todo o nada’ sino que existen distintos niveles de conciencia». Es decir que las opciones no serían conciencia e inconciencia, sino una enorme variedad de gradientes en cuanto a qué pequeñas partes de la realidad son percibidas.


Carl G. Jung avanza más allá de los geniales planteos de Freud sobre el inconsciente como territorio individual que alberga las motivaciones y eventos que nos impulsan y completan. La visión del psicólogo suizo comprende a un inconsciente colectivo, un espacio compartido de la humanidad que, a manera de registro, contiene los hechos, mitos y sueños de los hombres a lo largo de su evolución. Esta imagen sugiere ya no sólo la existencia de zonas semiveladas de la existencia personal, que pueden manifestarse mediante sueños e intuiciones, sino un banco de datos insospechado, por medio del que podríamos entrar en contacto con símbolos arcaicos y recuerdos no del todo perdidos de nuestra raza.


¿Hasta dónde podrá extenderse aquello de lo que tomamos conciencia? Tal vez el ADN, como se lo estudia actualmente, nos brinde una analogía del inconsciente colectivo, ya que puede mirarse como una gigantesca biblioteca, reducida al tamaño de un microchip, que contiene el saber acumulado durante el desarrollo de la especie en una arquitectura o diseño potencial. Esta potencia no se actualiza en forma aislada, sino en la interacción con una multitud de sistemas vitales.


Si la postura junguiana ya nos habla de un patrimonio común y colectivo, T. de Chardin, un monje y filósofo de mediados del siglo XX, contribuirá a desestabilizar el pensamiento individualista con la idea de una conexión global. Sus escritos van a imaginar la «noosfera», una estructura pensante que envuelve la tierra y representa algo así como su corteza cerebral. En ella, cada mente individual se encuentra en contacto constante con las otras a la manera de una red fluyente. Es notorio señalar que, cuando se esbozó esa teoría, estaba aún lejos de desarrollarse la world wide web.


Internet hace hoy explícito este fenómeno del pensamiento en red, a través incluso de un cableado físico y de terminales que emulan de algún modo la estructura neuronal. Esta inmensa mente colectiva desafía el concepto de un espacio-tiempo lineal de formulación de los pensamientos. Las distancias entre los núcleos de conocimiento pueden recorrerse por caminos no lineales, atajos llamados shortcuts en lenguaje informático. A través de ellos, pueden encontrarse en la «noosfera» ideas que fundamentarán los futuros desarrollos de la ciencia, innumerables diálogos que están siendo mantenidos en el presente, además de bibliografías y saberes del pasado que pueden actualizarse a un click de distancia.


Si, al decir de W. James, sólo somos conscientes de pequeñas partes de la realidad, y la conciencia en sí puede atravesar distintos estadios o fases, podremos comprender por qué varios filósofos, científicos, místicos y pensadores invitan a desarrollarla.


Para David Bohm, físico y filósofo, la conciencia es un tema fundamental. La describe como una capacidad de la mente para percibir de manera directa una realidad ontológica de materia-energía. Considera que existen una «mente individual y una mente cósmica» relacionadas en forma dinámica, y agrega que cuando ocurre la percepción directa consciente, ésta es producto de la conexión entre ambas mentes. Gracias a esa conexión que posibilita la conciencia, el hombre –a quien piensa como una mente y un ser material individualizado con relativa independencia del todo– puede religarse a la realidad en su conjunto.
La corriente de la psicología transpersonal, de la que forman parte, entre algunos de sus notables referentes, Ken Wilber, Stanislav Grof, A. Maslow y Carl Rogers en su última época, también le presta especial atención a este fenómeno. Según una definición que intenta agrupar los trabajos de varios de sus representantes, «la psicología transpersonal se dedica al estudio del más alto potencial de la humanidad y al reconocimiento, comprensión y realización de los estados de conciencia unitivos, espirituales y trascendentes» (Lajoie & Shapiro, 1992).
En este artículo elegimos, junto con ellos, considerar la conciencia como una capacidad factible de ser desarrollada y expandida, en paralelo con una visión sistémica que nos reconoce participantes en innumerables redes de vida.
La hipótesis es que, al orientar ese flujo atencional o conciencia hacia otros aspectos de la realidad que habitualmente no decodificamos de la información recibida, se hará posible interpretar distintas fases de la información sensorial. Estos nuevos datos permitirían incorporar aspectos quizás desconocidos o no atendidos hasta el momento  –¿sombras de nuestra atención?–, con los cuales se podrían componer realidades más inclusivas, en camino a un estadío más integrador de los propios procesos y del otro.


La aspiración es que ese desarrollo pueda generar una visión capaz de comprender la polaridad, en vez de embarcarse en una lucha destructiva y sin salida con ella. En lugar de encaminarnos hacia un conflicto irremediable entre etnias, religiones y modos de vida incompatibles –a modo del «choque de civilizaciones» formulado por Samuel Huntington–, tal vez se pueda tender a la integración de aspectos exiliados de nuestra conciencia que el otro representa.
Si volvemos a imaginar esta mente colectiva, y navegamos por uno de sus atajos a través del espacio-tiempo, podría sorprendernos la actualidad de cierta antigua escritura. Un sutra de la India habla de una red, quizás universal, donde cada elemento que la constituye contiene y expresa a la totalidad. Lo hace de una manera muy similar a cómo describiríamos hoy a un holograma…
«En el cielo de Indra, se dice que hay una red de perlas, ordenadas de tal forma que si miras a una, ves a todas las demás reflejadas en ella. Del mismo modo, cada objeto del mundo no es sólo él mismo, sino que incluye a todos los demás objetos y de hecho es todos los demás (Sutra Avatamsaka)».
¿Podrá reflejar cada conciencia individual a la conciencia toda?

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